sábado, 11 de mayo de 2024

Comentario a las Lecturas del VII Domingo de Pascua Solemnidad de la Ascensión 12 de mayo 2024

Este domingo, dentro de la última reforma litúrgica, celebramos la Ascensión del Señor. La Iglesia.

En algunos lugares esta gran fiesta litúrgica sigue situada en el jueves de la VI Semana. Pero parece oportuna su posición en la Asamblea Dominical pues, sin duda, engrandece al domingo, pero también el domingo --el día del Señor-- universaliza la celebración. Contamos en los textos de hoy con un principio y un final. Se leen los primeros versículos del Libro de los Hechos de los Apóstoles y los últimos del Evangelio de Marcos. En los Hechos se va a narrar de manera muy plástica la subida de Jesús a los Cielos y en el texto de Marcos se lee la despedida de Jesús que, sin duda, es impresionante: "Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo".

Es el mandato de Jesús a sus discípulos y el ofrecimiento de sí mismo, de su cercanía, hasta el final de los tiempos. Interesa ahora referirse, por un momento, a la Segunda Lectura, al texto paulino de la Carta a los Efesios donde se explica la herencia de Cristo recibida por la Iglesia. Dice San Pablo: "Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos". Es, pues, la confirmación del mandato de Jesucristo

Esta celebración de la Solemnidad de la Ascensión del Señor la hacemos con la convicción de que, Jesús, está siempre al otro lado. De que nos acompaña hasta el último día de nuestro mundo. Tendremos luchas, saldrán a nuestro encuentro dificultades, numerosas naciones darán la espalda a una religión cristiana que ha sido el cuño y la identidad de su historia. Pero, el Señor, no nos abandona.

Hoy se celebra la 58º Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. «Inteligencia artificial y sabiduría del corazón: para una comunicación plenamente humana» es el tema que propone el Santo Padre para la Jornada de este año. Ese mismo día, se celebrará en la ermita de Ntra. Sra. de los Ángeles, dentro del Cerro, en Getafe, una eucaristía que conmemora esta jornada mundial presidida por Mons. Ginés García Beltrán, obispo de Getafe, retransmitida por la 2 de TVE.

Por su parte, la Santa Sede hizo público el pasado mes de enero, el Mensaje del papa Francisco para la 58º Jornada Mundial de la Comunicaciones Sociales en el que destaca cómo la inteligencia artificial está modificando radicalmente la información y la comunicación. El pontífice plantea si la inteligencia artificial acabará construyendo «nuevas castas basadas en el dominio de la información» o si, por el contrario, traerá «más igualdad promoviendo una información correcta».

¿Cuál es el mensaje de los obispos? En el foco: la inteligencia artificial

Los obispos de la Comisión Episcopal para las comunicaciones sociales también han escrito un mensaje con motivo de esta Jornada Mundial . En el texto invitan a reflexionar sobre una revolución de calado: la de la inteligencia artificial. Por un lado, en lo que atañe a la dignidad humana, ya que, afecta a las personas y debe tener al ser humano y su dignidad en el centro. Por otro, sobre su repercusión en el ámbito de la comunicación. Un campo, en el que puede ser una oportunidad pero también un riesgo.

Los obispos inciden en poner al ser humano en el centro de la comunicación: «la inteligencia artificial debe de ser liberada de sesgos ideológicos, políticos, de eficiencia económica, que expulsan al ser humano del centro de la actividad de comunicación», aseguran.

En este sentido, destacan: «El sesgo de humanidad es el único indispensable en una inteligencia artificial socialmente responsable, al servicio de la dignidad del hombre y de nuestro tiempo».

Los obispos, antes de finalizar su mensaje, también señalan que «toda comunicación es, de manera especial en ese tiempo, uno de los elementos claves para la fortaleza de las democracias. Por eso, es preciso proteger este derecho constitucional a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión, de los poderes económicos y políticos, que tantas veces desean limitarlo».

En la primera lectura del Libro de los Hechos  (Hech. 1, 1-11), "En mi primer libro, querido Teófilo, escribí todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando..." (Hch 1, 1). San Lucas quiso dejar constancia por escrito no sólo de la vida de Jesucristo, sino también de la de su Santa Iglesia. En esos primeros tiempos, bajo una especial asistencia del Espíritu Santo, se marca para siempre la dirección por la que luego la Iglesia habría de caminar. De ahí que haya un empeño permanente en volver a los principios, para adecuar a ellos el presente. 

El autor de Hechos, antes de comenzar la segunda parte de su obra (continuación del tercer evangelio), recuerda brevemente al lector, Teófilo, el punto a donde había llegado en la primera parte (v. 1-2). Aprovecha la ocasión para ampliar lo que ya había brevemente insinuado en los últimos versículos de su evangelio: las apariciones y conversaciones de Jesús con sus apóstoles después de la resurrección y las recomendaciones dejadas, la ascensión de Jesús a la gloria del Padre y el retorno de los discípulos a Jerusalén, donde establecen la residencia comunitaria.

Estas primeras palabras del libro sirven de introducción y de conexión con el tercer evangelio perteneciente al mismo autor y dedicado igualmente al mismo amigo Teófilo. Aquí no se habla ya de Jesús recorriendo Palestina con sus discípulos, sino de Jesús resucitado. Por supuesto que es la misma persona, pero Jesús ha pasado definitivamente las puertas de la muerte. Ya vive en el más allá, compartiendo la gloria del Padre; solamente que por algunos días quiere manifestarse a sus seguidores y entregarles sus últimas instrucciones.

La finalidad de todo este fragmento es la de presentar el grupo de los apóstoles como depositario legítimo y oficial de la doctrina y de la misión de Jesús. Por consiguiente todo el desarrollo posterior de la vida de la Iglesia, de su predicación, de su vida, su misión, encontrarán su punto de apoyo en este grupo nuclear. El autor de Hechos piensa ya en la extensión de la misión eclesial entre los paganos y los conflictos que ello ocasionó en el seno de la primera generación cristiana. Esta decisión de la Iglesia encuentra su fundamento en la autoridad del Resucitado depositada en el grupo apostólico.

Con los dos primeros versículos, Lucas empalma este "segundo libro" (Hechos de los Apóstoles) con el "primer libro" (el tercer evangelio). El "primer libro" se refería a lo que Jesús había hecho y enseñado mientras estaba corporalmente con sus discípulos; el "segundo libro", a partir del momento de haber sido llevado al cielo, supone una nueva etapa, en la que Jesús, corporalmente ausente, pero más presente y operante que nunca por medio del Espíritu Santo, sigue conduciendo a la comunidad de los que creen en él.

San Lucas da dos versiones de la Ascensión: una en su evangelio. En la versión de los Hechos, la Ascensión aparecía ante todo como la inauguración de la misión de la Iglesia en el mundo. Los cuarenta días (v. 3) fijados por Lucas como la duración de la estancia en la tierra del Resucitado deben ser comprendidos en el sentido de un último tiempo de preparación (el número 40 designa siempre en la Escritura un período de espera), son pues una medida proporcional y no cronológica. La Resurrección no es pues un final, sino el preámbulo de una nueva etapa del Reino: la estancia de Cristo sentado a la derecha del Padre y de la misión de la Iglesia. A este respecto es muy significativa la advertencia de los ángeles que invitan a los apóstoles a no quedarse mirando al ciclo (v. 11).

La imagen de la nube no se debe tomar en sentido material. Para Lucas la nube es solamente el signo de la presencia divina, como lo fue en la tienda de la reunión y en el Templo. No se trata en modo alguno de un fenómeno meteorológico, sino de un acontecimiento teológico: la entrada de Jesús de Nazaret en la gloria del Padre y la certidumbre de su presencia en el mundo. Jesús resucitado es a partir de este momento el lugar de la presencia de Dios en el mundo. El único lugar sagrado de la nueva humanidad.

San Lucas da por último al acontecimiento un tono dramático. Es el único que presenta a Cristo como "arrebatado" (v. 11) o "llevado" (v. 9).

Hay aquí una idea de separación y de ruptura, aún más acrecentada por la afirmación de que no corresponde a los hombres conocer el final de su historia (v. 7) y por la llamada a los apóstoles al realismo del que querían evadirse (v. 11). Sin duda San Lucas quiere mostrar que Cristo no puede menos que separarse de gentes que sólo piensan en el inmediato establecimiento del Reino (v. 6) y que sólo está presente en aquellos que aceptan el largo caminar que pasa por la misión y el servicio de los hombres (v. 8). También quiere mostrar que para que la Iglesia comience su misión es necesario que rompa con el Cristo carnal. De ahora en adelante sólo es posible unirse a Cristo por intermedio de los apóstoles revestidos del Espíritu de Cristo. 

En el texto del Libro de los Hechos  aparece un detalle que expone,  cuál era la posición de los discípulos el mismo día en el que Jesús se marcha, va a ascender al cielo: esperaban todavía la construcción del reino temporal de Israel. Parecía que la maravilla de la Resurrección, que ni siquiera la cercanía del Cuerpo Glorioso del Señor, les inspiraba para entender la verdadera naturaleza del Reino que Jesús predicaba. Y es que faltaba el Espíritu Santo. Va a ser en Pentecostés --que celebramos el próximo domingo-- cuando la Iglesia inicie su camino activo y coherente con lo que va a ser después. Tras la venida del Espíritu ya no esperan reino alguno porque el Reino de Dios estaba ya en ellos. Y así se lo anuncia también: "Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo".

San Lucas no pretende describir tanto el hecho de la ascensión de Jesús, cuanto las consecuencias que ello reporta a la vida de la Iglesia: ya no hay presencia visible de Jesús; los apóstoles serán, de ahora en adelante, los responsables del anuncio del Reino. Comienza el tiempo del testimonio de la Resurrección ante el mundo.

 

En el salmo responsorial de hoy ( Sal 46, 2-3. 6-7. 8-9) entonamos un himno al Señor, rey del mundo y de la humanidad.

Himno empleado en la liturgia del templo, en el corazón espiritual de la alabanza de Israel.

Yahvé es Dios y Señor de todo. "Pueblos todos batid palmas aclamad a Dios con gritos de júbilo"

El motivo del aplauso y la alabanza es la grandeza de Dios: "el Altísimo, Grande y Terrible"

"porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra"

Si bien, Dios, es "emperador de toda la tierra", hay una porción especial: Israel, su pueblo. Él camina junto a ellos, especialmente cuando el Arca de la Alianza les acompaña a la batalla. Tras la victoria, vuelve a subir al Templo, al Monte Sión.

"Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas".

Pero, aunque Dios esté cercano a su pueblo y camine a su lado, sigue siendo por siempre Dios, el Trascendente, el que está sentado en el trono sagrado.

"Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado".

Salmo utilizado en uno de los días de la "fiesta de los Tabernáculos", en que  Jerusalén festejaba a "su rey" Dios. Se partía de la parte baja, de la fuente de Sión en el fondo del valle del Cedrón, luego la procesión subía, "se elevaba" hasta la colina de Sión dominada por el Templo. En una especie de "mimo" simbólico, se hacía el simulacro de entronizar a Dios en su realeza, "en su trono sagrado". Dios, estaba allí, en medio de su pueblo regocijado que lo aclamaba: esta dinámica realizaba lo que ella significaba, la ceremonia no daba la realeza a Dios porque Yahveh es Dios desde siempre... Pero sí actualizaba esta realeza, ya que, por la celebración misma, Dios reinaba, de hecho, sobre este pueblo.

Como en toda ideología real, se veía a Dios como "el gran rey" (término babilónico), "el Altísimo", "sentado sobre un trono"... Vencedor de sus enemigos, (él somete las naciones)... Y se imaginaba cómo todos los reyes y príncipes de la tierra venían a rendirle pleitesía. Esta "subida" del rey a su trono se hacía entre las aclamaciones entusiastas de la muchedumbre: "¡Terouah!" que era a la vez ovación y grito de guerra. Siete verbos en imperativo invitan a la asamblea a hacer más ruido, a gritar más fuerte: "¡Aplaudid!"..."¡Aclamad con vuestros gritos!"... "¡Tocad la trompeta!"... "¡Cantad!"... Cuando la muchedumbre llegaba al templo, los goznes de las puertas debían temblar... Tal como lo consignó Isaías, en los repetidos "Sanctus" - "Santo".

El salmo 46 ocupa un lugar  privilegiado en la liturgia de la Ascensión del Señor.[1] Por medio de él, la Iglesia celebra el triunfo de Cristo al fin de su vida mortal y su entrada solemne en el Cielo, después de haber conquistado para nosotros la Tierra Prometida.[2] El salmo, pues, nos ayuda a asistir al momento culminante de la Pascua del Señor Resucitado, a su entronización y glorificación.

Ellas muestran hasta qué punto la debilidad se ha convertido en fortaleza, la mortalidad en eternidad y los ultrajes en gloria. Mientras se elevaba en su naturaleza humana, comenzó, sin embargo, a estar inefablemente más cercano en su Divinidad pues, gracias a la fe, ya no era preciso sentir la necesidad de palpar la sustancia corpórea de Cristo. [3]

Tocad con maestría: en la Vulgata, 'Psállite sapienter'. Esta concisa expresión ha sido extensamente comentada por la tradición patrística en orden a una recitación cristiana de los salmos, sobre todo en la Liturgia de la Horas. Esta maestría -'sapienter'- es la propia de los Santos, que son los que poseen un exquisito conocimiento del Misterio de Cristo;[4] incluye la comprensión espiritual de aquello que se canta [5] y San Benito concluye con la regla de oro de la oración litúrgica: Salmodiemos de modo que nuestra mente sea concorde con nuestras voces.[6]

Nosotros con este canto aclamamos a Cristo resucitado, en la hora misma de su resurrección. El Señor sube a la derecha del Padre, y a nosotros nos ha escogido como su heredad. Su triunfo es, pues, nuestro triunfo e incluso la victoria de toda la humanidad, porque fue «por nosotros los hombres y por nuestra salvación que «subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre». Por ello, no sólo la Iglesia, sino incluso todos los pueblos deben batir palmas y aclamar a Dios con gritos de júbilo.

 

La segunda lectura de la Carta a los Efesios, (Ef , 4, 1-13 ). Esta lectura ofrece otro significado teológico de la ascensión: la exaltación total de Cristo. En el texto paulino no aparece la mención explícita de la Ascensión, que es patrimonio lucano principal y quizá exclusivamente.

Aquí se habla de la glorificación total de Jesús. En realidad, ello ya ha sucedido en la Resurrección. Por lo cual trazar fronteras claras entre ella y la ascensión es trabajo destinado al fracaso; son más bien escenificaciones diversas de lo mismo; o, por mejor decir, la ascensión es explicitación de algo previo: la glorificación de Jesús, su exaltación y sesión a la derecha del Padre.

Se trata de fijarse en Jesús una vez más, pero en su condición definitiva y total, si bien aún aquí se hace una alusión a la Iglesia, para hacer ver que no son cosas independientes. De hecho, Jesús y su Cuerpo forman una unidad y hasta que este Cuerpo no llegue a participar del todo en la suerte de su Cabeza, no estará completa la obra del Señor Jesús.

Pablo suspira porque los creyentes tengan luz en su mente y en su corazón para que comprendan, en primer lugar, qué maravillosa esperanza pueden albergar por el hecho de que Dios los ha llamado; en segundo lugar, qué riqueza supone la herencia que les ha sido destinada, una vez que ahora pueden contarse en la comunidad de los santos y justos que configuran el gran pueblo de Dios; en tercer lugar, que admirable actuación lleva a cabo Dios en ellos con su poder y, además, la que ha de llevar a cabo cuando los resucite y los conduzca a una vida eterna.

Estas actuaciones de Dios no están aún palmariamente claras para nuestros sentidos corporales. Por eso Pablo, en los versos 20-23, las señalas como subordinada a cuatro grandes hechos que Dios ya ha realizado en Cristo. Pero las consecuencias de todas estas cosas realizadas en Cristo llegan a los creyentes como miembros del cuerpo de aquél (cf. 2, 5s).

La exaltación de Cristo es contemplada en una doble perspectiva: cósmica y eclesiológica. Cristo es la cabeza del universo entero y, como tal, ha sido dado a la Iglesia.

La comunidad cristiana, numérica y sociológicamente insignificante en el Asia Menor, debe saber que tiene por cabeza al que es la cabeza del universo, al Señor.

 

El  evangelio de hoy  de San Marcos, (Mc. 16, 15-20), pertenece al resumen de las apariciones de Jesús con el que concluye el texto canónico de Marcos.

Posiblemente se trata de un pasaje añadido al relato original. Terminada la misión de Jesús en el mundo, va a comenzar la misión de los Apóstoles. Y si Jesús comenzó haciendo y predicando en Galilea, sus discípulos comenzarán predicando el Evangelio de Jesús y haciendo las mismas obras que el Maestro.

La creación entera, es decir, todos los hombres, han de ser confrontados con el evangelio. Viene así sobre los hombres la hora del juicio, en la que cada uno elegirá la sentencia: los que crean se salvarán y los que no crean se condenarán (cf. Jn 3,18). La predicación del evangelio compromete, pues, nuestra existencia en su totalidad. Nadie puede escuchar en vano el evangelio.

El poder de hacer milagros es una promesa hecha a la comunidad y no a cada uno de los creyentes. El libro de los Hechos nos habla abundantemente de la existencia de este don en la primitiva comunidad de Jesús; pero lo que importa no es tanto echar demonios y hablar lenguas extrañas cuanto exorcizar con la palabra y con los hechos la mentira y la opresión que padecen los hombres. Evangelizar es un servicio de liberación, es redimir a los cautivos y desatar los lazos que detienen la ascensión del hombre. Y en esto sí que podemos y debemos ayudar todos los creyentes.

Esta fórmula "Jesús es Señor" constituye el núcleo más originario del símbolo de la fe cristiana. En esta fórmula se confiesa que Jesús, el hijo de María, que padeció bajo Poncio Pilato, es el Señor resucitado. Se trata de una expresión muy frecuente en los Hechos y en toda la literatura paulina, pero que sólo aparece aquí en los textos evangélicos.

El texto nos sitúa ante el mandato evangelizador.  "Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”. Es el último mensaje de Jesús en el día de la Ascensión. La Buena Noticia que el discípulo tiene que anunciar irá acompañada de estos signos: echarán demonios, hablarán lenguas nuevas, las serpientes no les harán daño, curarán enfermos. ¿Cómo se traduce esto hoy día?

"A los que crean les acompañarán estos signos…"  El cristianismo no es sólo una profesión de fe, o una teoría, o una devoción piadosa, o el cumplimiento de unas normas. Ser cristiano es actuar, en cada caso, con el mismo espíritu con el que Cristo actuó. Tendremos que curar enfermos, defender a marginados, anunciar la conversión a los pecadores, ponernos siempre de parte del más necesitado.

El relato del Evangelio termina con dos frases que, al mismo tiempo que narran una historia, marcan un estilo, una tarea:

- "El Señor Jesús, después de hablarles, ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios". - «Ellos fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes».

Son dos mitades de una verdad. Quedarse en una mitad sola, es una verdad a medias; o sea, una mentira. Y la Iglesia -humana, en camino- siempre sentirá el lastre de esas dos tentaciones:

- La de quedarse "mirando al cielo": vivir exclusivamente pendiente de la otra vida. Un reino de los cielos desconectado de las luchas y de las miserias de este lado de acá. Un cristianismo desencarnado, espiritualista, refugio y huida...

- La de mirar tanto a la tierra, que acabemos perdiendo el punto de referencia que marca Cristo con su victoria. Un reino de Dios de tejas abajo, sin dimensión alguna transcendente.

Una pura lucha por un mundo mejor, sin el aliento de Alguien que nos ama, nos ayuda, nos orienta y nos espera; sin la profundidad de un amor que nos haga ver a todos como hermanos, que nos ayude a mantener el corazón a salvo de las embestidas del odio, que nos mueva a dar la vida por quien haga falta...

Queda claro. Ni quedarse mirando al cielo, ni olvidarse de mirar al cielo. Toda una tarea.

 

Para nuestra vida.

La Ascensión del Señor, nos invita mirar hacia el cielo. Pero no para desearlo como salida y fin de nuestros sufrimientos o válvula de escape sino para seguir combatiendo, hoy y aquí, con la misma fuerza y persuasión de Aquel que hoy se nos va pero nos asegura su mano, su presencia y su voluntad de no abandonarnos anímica ni eclesialmente.

Por eso dos hombres vestidos de blanco dicen a los discípulos: ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? Nos está diciendo también a nosotros, discípulos del siglo XXI, que no nos quedemos contemplando, que hay que pasar a la acción, que tenemos que ser sus testigos por todo el mundo.

Contamos en los textos de hoy con un principio y un final. Se leen los primeros versículos del Libro de los Hechos de los Apóstoles y los últimos del Evangelio de Marcos. En los Hechos se va a narrar de manera muy plástica la subida de Jesús a los Cielos y en el texto de Marcos se lee la despedida de Jesús que, sin duda, es impresionante: "Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo". Es el mandato de Jesús a sus discípulos y el ofrecimiento de sí mismo, de su cercanía, hasta el final de los tiempos. Interesa ahora referirse, por un momento, a la Segunda Lectura, al texto paulino de la Carta a los Efesios donde se explica la herencia de Cristo recibida por la Iglesia. Dice San Pablo: "Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos". Es, pues, la confirmación del mandato de Jesucristo.

 

Los hechos narrados en la primera lectura tienen gran importancia para los discípulos de todos los tiempo. En el texto aparece un detalle, que expone cuál era la posición de los discípulos el mismo día en el que Jesús se marcha, va a ascender al cielo: esperaban todavía la construcción del reino temporal de Israel. Parecía que la maravilla de la Resurrección, que ni siquiera la cercanía del Cuerpo Glorioso del Señor, les inspiraba para entender la verdadera naturaleza del Reino que Jesús predicaba. Y es que faltaba el Espíritu Santo. Va a ser en Pentecostés --que celebraremos el próximo domingo-- cuando la Iglesia inicie su camino activo y coherente con lo que va a ser después. Tras la venida del Espíritu ya no esperan reino alguno porque el Reino de Dios estaba ya en ellos. Y así se lo anuncia también: "Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo".

Era necesario que aquellos primeros se convencieran plenamente de que la Resurrección era un hecho incontrovertible. Ellos habían de ser los testigos cualificados, los primeros, de que Jesús seguía vivo, presente en la Historia de los hombres. Por eso el Señor insiste y se les aparece una y otra vez. San Pablo recogerá este dato, hablando de que hasta unas quinientas personas llegaron a ver a Jesús resucitado. Después de todo aquello se persuadirán de la Resurrección de Cristo, y de tal forma que nada ni nadie les hará callar. Por todos los rincones del mundo y de los tiempos resonará el mensaje de los primeros, la buena noticia de que Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, después de morir crucificado para redimir a los hombres, ha resucitado y ha subido a los Cielos.

 Este mensaje llevaba, y lleva, consigo unas exigencias y también unas promesas. Jesucristo con su muerte y resurrección, lo mismo que con su vida entera, nos traza un camino a seguir, un itinerario a recorrer día a día. También nosotros, si creemos en él, hemos de vivir y morir como él vivió y murió. Sólo así podremos luego resucitar con él y subir a los Cielos como él subió. Ojalá que la esperanza de una gloria eterna nos estimule, de continuo, a vivir nuestra existencia terrena como Jesús la vivió.

Comienza nuestro tiempo, el tiempo de los creyentes evangelizadores, el tiempo de la Iglesia. ¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? Se acabó el tiempo de Cristo en la tierra. Desde ese mismo momento, comenzó nuestro tiempo, el tiempo de la Iglesia. El tiempo de evangelizar, de ser testigos del Cristo muerto y resucitado. Dios ha querido dejarnos a nosotros ahora todo el protagonismo. La Iglesia de Cristo debe ser el cuerpo de Cristo; todos nosotros, los cristianos, debemos ser la boca, los pies, las manos del cuerpo de Cristo. Ante las dificultades, ante los problemas, ante los retos continuos que nos plantea continuamente la sociedad y el mundo en el que vivimos, ya no nos vale quedarnos plantados mirando al cielo, esperando que Dios baje otra vez a curar nuestras enfermedades y a dar el pan a los hambrientos.

 

En el salmo responsorial se aclama a Dios como rey universal; parece oírse en él el eco de una gran victoria: Dios nos somete los pueblos y nos sojuzga las naciones. Posiblemente, este texto es un himno litúrgico para la entronización del arca después de una procesión litúrgica -Dios asciende entre aclamaciones- o bien un canto para alguna de las fiestas reales en que el pueblo aclama a su Señor, bajo la figura del monarca.

Lo que jamás se había realizado humanamente, llegó a ser realidad misteriosa con Jesucristo. El Verbo "Dios se eleva", Dios sube, presente en el corazón de este salmo esperaba su plena realización. La Iglesia desde el comienzo, tomó este verbo "subir" para aplicarlo a la Ascensión de Jesús resucitado en la gloria del Padre. Más allá de la palabra, es "la realeza universal de Dios" que quería celebrar este salmo, y que también canta la fiesta de la Ascensión.

Humillado por un tiempo, en su "condición de esclavo", Jesús, en su Pascua, es soberanamente elevado y recibe el "Nombre que está sobre todo nombre". Entonces toma posesión de su Reino, "sentado a la diestra de Dios aclamado por los espíritus celestiales"... Vencedor ya, simbólicamente de todos Ios enemigos, esperando este Día en que volverán a su Padre todas las naciones "reunidas ante El". (Filipenses 2, 5-11; I Corintios 15, 24).

Visto ya cómo Israel vivió este salmo, y cómo la Iglesia lo aplicó a Cristo (Cristos, en griego significa precisamente "el ungido" el "rey"), toca a cada uno de nosotros hacer una oración "actualizada", personal y colectiva. Para esto, nadie nos puede reemplazar: podemos hacer simples sugerencias...

La ascensión, alegría de la humanidad que se ve "coronada" en uno de los suyos. Un hermoso himno canta así: "la tierra está feliz. Ha dado su primer fruto de gloria: ¡Jesús ha subido cerca del Padre! Feliz, lleva la promesa. Recogida en su humildad, atrae la luz de lo alto." Sí, el triunfo real de Dios, es también el triunfo pleno de un hombre "nacido de mujer" (Gálatas 4,4). Dios ha terminado su "obra maestra", el hombre, poniendo en fin todo bajo sus pies" (I Corintios 15,27). Un hombre de nuestra raza mortal, que obedeció a su "condición humana" hasta la muerte, goza ahora de la plenitud de la gloria de Dios. Y la Escritura nos revela que El nos participará un día esta misma gloria, porque El es el "primogénito" de toda la creación: lo que se realizó en Él, también se realizará en nosotros.

Cuando el hombre moderno se desespera, ¿no sería conveniente que meditara este misterio "de elevación", de "ascensión"? Allí encuentra justificación profunda, la dignidad de todo hombre. En el más pobre de los pobres hay un "rey" que se ignora. El despojo humano, el hombre arruinado, el ser salpicado de manchas... están destinados a la condición "real y divina". ¿Qué haré por la "dignidad" y la "promoción" de mis hermanos? No hay necesidad de ser cristiano para actuar en este sentido, dirán algunos. Y otros añadirán, que los cristianos no trabajan suficientemente en este sentido, mientras los ateos se entregan con generosidad. Esto es cierto, desgraciadamente. Sin embargo, quien conoce el sentido de la historia, quien sabe, "en dónde debe culminar" la humanidad, debería encontrar en esta fe, una razón suficiente para trabajar en esta empresa.

Pueblo elegido... Pueblo escogido... Pueblos de la tierra... Todos los pueblos... En este salmo, surge una vez más la dialéctica entre un polo "particularista" (la convicción de ser un pueblo separado, "preferido" de Dios, pueblo de Jacob, pueblo de Abraham), y un polo universalista (el llamado a todos los hombres a adorar el verdadero Dios). No se trata aquí de dar una imagen de una sumisión impuesta por la fuerza: "Gritad de alegría" no es cosa de pueblos vencidos... "Aplaudir" no es un gesto de sumisión, "reunirse" no es fruto de una opresión tiránica. Pese a las apariencias del vocabulario ("¡es el que somete a las naciones!"), se trata de una reunión libre, de una "fiesta". El cielo no es una dictadura ni un presidio, es una inmensa celebración festiva. La realeza de Jesucristo poca cosa tiene que ver con las realezas de la tierra: "los reyes de la tierra dominan como señores... que no sea lo mismo entre vosotros" (Marcos 10,42).

Gritos de alegría... aplausos... participar alegremente en esta aclamación de Dios. La liturgia nos invita a ello a menudo. Pero nosotros permanecemos terriblemente mudos y fríos.

Debemos ser de aquellos que invitan a los demás a esta fiesta divina. El apostolado no es una invitación regañona y suficiente dirigida a los demás para que se conviertan, sino una invitación alegre a participar en la alegría de los hijos del rey.

 

San Pablo, en su carta a los Efesios - segunda lectura-, habla ya de la Iglesia como cuerpo de Cristo. Y, como somos todos los cristianos los que formamos la Iglesia de Cristo, cada uno de nosotros podemos y debemos considerarnos cuerpo de Cristo. Esto quiere decir que la Iglesia, en general, y cada uno de nosotros, en particular, tenemos que actuar siempre movidos y dirigidos por el espíritu de Cristo. Ser cuerpo de Cristo, si queremos ser un cuerpo vivo, quiere decir que todos nuestros pensamientos, palabras y obras deben estar inspiradas y dirigidas por el espíritu de Cristo. El espíritu de Cristo es espíritu de verdad, de justicia, de amor, de vida, de paz, de fraternidad, de santidad. Como hermanos de Cristo e hijos de Dios, todos y cada uno de los cristianos debemos luchar valientemente para que todos puedan ver en nosotros el rostro de Cristo, la imagen de Dios. Corrigiendo en cada momento lo que creamos que se debe corregir y defendiendo lo que creamos que se debe defender. Con sinceridad, con verdad, con humildad.

San Pablo ruega para que los suyos alcancen el conocimiento, la experiencia de la fe y del amor, a fin de que comprendan la grandeza de su vocación. La oración de Pablo se convierte en una gran afirmación acerca del poder y la riqueza de Dios, que se ha mostrado en Cristo. Es Dios quien ha resucitado de la muerte a Cristo, le ha dado la gloria celestial y lo ha hecho cabeza de la Iglesia y de todo. La Iglesia es también el lugar de la presencia de Jesucristo en el mundo, su expresión terrenal. Junto a su Señor glorificado, los creyentes han comenzado a vivir en una nueva creación, en un nuevo mundo, en una nueva vida. Por eso hace Pablo hincapié en el conocimiento de la esperanza que de esto se desprende, en la riqueza de la herencia, etc.; conocimiento que deben alcanzar los creyentes con la ayuda de Jesucristo y por los que Pablo ora.

Invita a los creyentes a la comunión y a cuidar unas actitudes que edifiquen a la Iglesia. Esta edificación se fundamenta en la comunión con Cristo y entre los hermanos, y los "materiales" de construcción: "Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor, esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz".

Y la comunión, base para la misión. Cada miembro del cuerpo tiene su misión específica, todas importantes para el buen funcionamiento del Cuerpo: "Y él ha constituido  a unos apóstoles, a otros profetas, a otros evangelizadores, a otros pastores y maestros...".

Y todo ello para que la Iglesia sea Cuerpo de Cristo, profunda e íntimamente unida a su Señor, entregada, como él, a la salvación del mundo y para que cada uno vayamos creciendo a la medida de Cristo, el hombre perfecto.

Todo lo puso bajo sus pies y lo dio a la Iglesia como cabeza, sobre todo. Cristo, después de su ascensión al cielo, le dio a la Iglesia todo el poder espiritual necesario para realizar su misión. Si la Iglesia de Cristo no actúa con el Espíritu de Cristo estará traicionando la misión que el mismo Cristo le ha confiado. Nuestra Iglesia sólo es Iglesia de Cristo cuando actúa con el espíritu de Cristo. Con espíritu de amor, de justicia, de verdad, de paz, de fraternidad. Debemos amar a la Iglesia de Cristo como a nuestra madre espiritual, sabiendo que, como hijos, tenemos que luchar valientemente para que todos puedan ver en ella el verdadero rostro de Cristo. Todos los cristianos tenemos la obligación de sostener, espiritual y materialmente, el cuerpo de la Iglesia. Corrigiendo en cada momento lo que creamos que se debe corregir y defendiendo lo que creamos que se debe defender. Actuando siempre con amor, con sinceridad, con humildad y con firmeza.

 

            El  evangelio de hoy es de San Marcos, el evangelista del ciclo B (Mc. 16, 15-20), nos sitúa ante el mandato evangelizador.  "Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”.

" A los que crean les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, …impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos" . Esto quiere decir que también cada uno de nosotros, en nuestro tiempo, debemos curar enfermos, defender a los marginados, convertir a los pecadores, criticar a los corruptos, ponernos siempre de parte del más necesitado.  La vida cristiana no es sólo contemplación, es también acción caritativa, es un esfuerzo continuado para hacer más humano y más cristiano el mundo en el que vivimos. Los mandamientos de Cristo siguen siendo hoy, igual que ayer, los que Cristo dio a sus apóstoles, que se resumen en el único y principal mandamiento nuevo de Jesús: amar a Dios y demostrar nuestro amor a Dios amando a nuestro prójimo como el mismo Cristo nos amó a nosotros.

La ascensión de Jesús es un misterio, un acontecimiento para la fe. Lo que importa no es su descripción a manera de un acontecimiento visible sino la realidad significada en esa descripción. Ha terminado la obra de Jesús y debe comenzar ahora la misión en el mundo la comunidad de Jesús. Se abre un paréntesis para la responsabilidad de los creyentes. Entre la primera y la segunda venida del Señor, se extiende la misión de la iglesia. No podemos quedarnos con la boca abierta viendo visiones. Terminada la misión de Jesús en el mundo, ha de comenzar la misión de sus discípulos. Estos han de predicar y hacer lo mismo que su Maestro. Aparece aquí la fórmula "Señor Jesús", que constituye el núcleo más originario del símbolo de la fe cristiana. En esta fórmula se confiesa que Jesús, el hijo de María, que padeció bajo Poncio Pilato, es el Señor resucitado. Él nos envía a la misión de continuar su obra en la tierra, poniendo nuestra mirada en el cielo. Es el “ya, pero todavía no” del Reino de Dios. Así lo expresa San Agustín: “La necesidad de obrar seguirá en la tierra; pero el deseo de la ascensión ha de estar en el cielo. Aquí la esperanza, allí la realidad”

Con frecuencia se ha acusado a los cristianos de desentenderse de los asuntos de este mundo, mirando sólo hacia el cielo. No podemos vivir una fe desencarnada de la vida. La Iglesia somos todos los cristianos, luego todos debemos implicarnos más en la defensa de la vida, de la dignidad del ser humano, de la justicia y de la paz. No es fácil la tarea que nos asigna el Señor. Soplan vientos contrarios a todo aquello que esté relacionado con el Evangelio. La cultura de hoy ridiculiza la fe, confunde a las personas sencillas y desorienta mediante la ceremonia de la confusión y la burla. Muchos cristianos mueren hoy día por confesar su fe. Nadie hace una manifestación para protestar por ello. Parece como si el cristiano hoy no pudiera hablar ni manifestarse. Sin embargo, Jesús nos pide que seamos sus testigos. No hay que temer a nada ni a nadie. Contamos con el apoyo de la gracia de Dios.

Jesús se despide, pero nos deja  la misión de seguir sus pasos, de ser sembradores de luz, de justicia, de paz y de amor, porque el Reino de Dios aún no está en su plenitud, nos toca trabajar, sembrar, abrir nuevos caminos puestos que los tiempos cambian y la fe debe seguir siendo un pilar importante en la vida de las personas.

En ningún momento debemos sentirnos solos porque Él está en comunión con nosotros, lo veremos la próxima semana.  Ve que estamos desanimados, que nos sentimos huérfanos, desamparados y nos envía su Espíritu.

Por todo lo anterior, deberíamos caer en la cuenta que en el mandato de «Id al mundo entero y proclamad el evangelio a toda la creación» Él cuenta con nosotros, confía en nuestra madurez y apoyo incondicional, porque todos somos el pueblo elegido, no sólo los católicos.

Somos nosotros, con la ayuda y la fuerza del Espíritu de Cristo, los que tenemos que resolver los problemas de cada día. Dios quiere que nos comportemos como personas autónomas, libres, responsables de nuestros actos y de nuestra vida. Dios no nos ha abandonado a nuestra propia suerte; Él está con nosotros apoyándonos desde dentro, con su espíritu. Pero quiere que seamos nosotros, con su fuerza, los que sigamos intentando construir su Reino en este mundo.

Cada uno debemos  de releer estas páginas inspiradas del libro de los Hechos de los Apóstoles, para ver hasta qué punto nuestra vida de cristianos es como la de aquellos primeros. Fueron tiempos difíciles y heroicos que han quedado para siempre como un modelo que imitar, un ideal de vida que intentar. Es cierto que las circunstancias son muy diversas, pero también es cierto que el espíritu que les animaba pervive y que, dejando a un lado lo accidental, es posible reproducir en nosotros las virtudes que ellos vivían.

La vida cristiana es contemplación y acción (nos recuerda esto la casa de Betania, nos recuerda a Marta y a María; la vida cotidiana es lucha, es trabajo, es un esfuerzo continuado para hacer más cristiano y más humano el mundo en el que nos ha tocado vivir. Los signos que deben acompañar a los cristianos en este siglo XXI son, aunque con nombres distintos, los mismos que acompañaron a los cristianos de los primeros siglos del cristianismo. El mandamiento de Cristo sigue siendo hoy el mismo de ayer y de siempre: amar a Dios y demostrar ese amor amando incondicionalmente al prójimo no sólo con palabras, sino con hechos.

Esta es la misión de la Iglesia, y no olvidemos que la Iglesia somos todos, aunque, en cuanto a responsabilidad, unos más que otros, por supuesto.

¿Cómo vivo yo el encargo que Jesús me hace de anunciar su Evangelio?, ¿qué estoy haciendo para que mi fe me lleve a la transformación de este mundo?, ¿cómo asumo el compromiso de la Eucaristía y la misión que cada domingo se me encomienda en la mesa del compartir?

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 



[1] LITURGIA DE LAS HORAS, ant 2 II Vísp Ascensión; P SALMON OSB, Les 'Tituli psalmorum' des manuscrits latins, París, 1959. Serie Vl (Casiododro-S. Beda). 46 p 162: 'Vox Ecelesiae Deum laudantis Ascensionemque eius praedicantis.'

[2] P. SALMON OSB, Les 'Tituli psalmorum' des manuscrits latins. París, 1959, Serie V (Pseudo-Orígenes), 46 p. 141: 'Psalmus ostendit quod ipse obtentis gentibus in sempiterna gloria locatus sit.'

[3] s. León Magno, sermo 74, sobre la ascensión del señor, il, 1 y 4; pl 54, 397.

[4] s. Cirilo de Alejandría, explanatio in psalmos, 46; pg 69.

[5] s. Jerónimo, breviarium in psalmos, 46- pl 26.

[6] s. Benito, regula benedicti, 19; csel 75.


domingo, 28 de abril de 2024

Comentario a las Lecturas del V Domingo de Pascua 28 de abril de 2024

En la primera lectura del Libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch, 9, 26-31)  Se nos habla de San Pablo. El texto hace referencia, sobre todo, a la primera ida de Saulo a Jerusalén después de su conversión. Aunque intentaba unirse a los discípulos de aquella comunidad, ellos recelaban de él debido a su reciente pasado de perseguidor de la Iglesia.


El texto no nos dice nada nuevo sobre el Saulo que ya conocíamos: el apóstol de los gentiles. Es interesante resaltar el papel de Bernabé, cuando presenta a Saulo a los apóstoles. Entre los discípulos de Jesús había algunos que no se fiaban nada del Saulo que ellos habían conocido en Jerusalén y en Damasco, antes de que este se convirtiera. Por eso ahora el papel de Bernabé ante los apóstoles fue determinante. San Pablo había sido uno de los más tenaces perseguidores de la Iglesia de Cristo. Hacía poco que marchó hacia Damasco "respirando amenazas de muerte contra los discípulos del Señor", con cartas para la Sinagoga, dispuesto a encadenar a los que creían en Cristo, tanto hombres como mujeres.

Pero ese Cristo que él perseguía se le cruzó en el camino y Pablo cayó a tierra, deslumbrado por el fulgor del Señor. Y cuando comprendió que era el Mesías prometido por los profetas, cuando supo que Jesús de Nazaret había resucitado de entre los muertos, Pablo se entrega totalmente, emprende el camino que Dios le señalaba. Un camino con una dirección contraria a la que él traía. Y toda la fuerza de su personalidad la pone al servicio de ese Jesús que le ha derrumbado. Pablo es un hombre auténtico, consecuente con sus principios, enemigo de las medias tintas, audaz y decidido. Ejemplo y estímulo para nuestra vida de cristianos a medias, para nuestro querer y no querer, para esta falta de compromiso serio y eficaz de quienes decimos creer.

"Entonces Bernabé lo tomó consigo y lo llevó a los apóstoles; y les refirió cómo en el camino Saulo había visto al Señor, que le había hablado..." (Hch 9, 27) No le creían. Era imposible que aquel terrible perseguidor quisiera ahora vivir entre los cristianos, que fuera verdad que se había convertido. Fue preciso que Bernabé, uno de los predicadores de más categoría, intercediera presentándolo a los mismos Apóstoles. Y a pesar de ello Pablo tendrá que sufrir durante toda su vida el recuerdo, siempre vivo en sus detractores, de sus pecados pasados. Siempre será un sospechoso, una presa fácil para la calumnia y la maledicencia. Y sus enemigos se empeñan en mantener la mala fama de su actuación anterior.

Saulo se quedó con ellos (con los discípulos) y se movía libremente en Jerusalén, predicando públicamente el nombre del Señor. El Pablo cristiano es el Saulo judío purificado de muchas creencias y comportamientos incompatibles con la vida de Cristo. Como se nos dice en el libro de los Hechos, los judíos más celosos de la ley judía no perdonaron nunca esta conversión de Pablo al cristianismo y, por eso, “se propusieron matarlo”.

 

En el Salmo responsorial, proclamamos hoy los últimos versos del salmo 21 que son muy apropiados para este tiempo de Pascua que estamos viviendo, hablan del gozo y alegría por la intervención del Señor en nuestras vidas, pero también el salmo 21 refleja proféticamente los momentos duros de la Pasión del Señor, que todavía está muy cercana en nuestros recuerdos. Son muchos los salmos que expresan primero la angustia para acabar con la alegría de sentir la mano amable del Señor Dios.

Literariamente este salmo 21 es un poema perfecto. La belleza de sus imágenes, la  profundidad de su pensamiento teológico, la emoción que vibra en toda la descripción de  sus males hacen de él una obra maestra. Con alegorías fácilmente comprensibles (la  mención de los animales) y con un lirismo acabado (descripción de su espíritu angustiado),  el salmista nos va llevando a la comprensión perfecta del drama que desgarra su vida, que  lo lleva a la muerte. 

Así nos ha escrito la primera parte del poema, los versículos 1-22, mezcla de dolor,  angustia, fe y confianza. 

Pero después, fruto también de su experiencia, nos describe su salvación: cómo Dios,  en realidad, no le ha abandonado, cómo le ha escuchado, cómo le ha mirado:  "porque no ha sentido desprecio ni repugnancia hacia el pobre desgraciado".  Su fe y su confianza han triunfado. La alegría vuelve a resplandecer en su rostro. Por  esto siente ahora la necesidad de dar gracias, de alabar con todo su corazón a Dios. Es el  tema de la segunda parte, versículos 23-32. 

Invita a los fieles a alabar al Señor, a todo el pueblo de Israel a que glorifique a Dios  que se ha mostrado el Salvador. El salmista puede ser un buen maestro en esta enseñanza  de la confianza y en la respuesta que Dios da cuando se espera en él. Cumplirá sus votos,  sus promesas, las que haría cuando se veía en la aflicción y en el dolor.  La última parte (los vv. 28-32) son en realidad un añadido posterior al salmo ya acabado,  pero están en línea con las ideas expresadas en la segunda parte. Invita a todos los  pueblos de la tierra a que se conviertan y vuelvan a Dios, ya que él únicamente es el rey de  las naciones, el rey del universo. 

 

Esta alabanza viene expresada en la estrofa repetida; "El Señor es mi alabanza en la gran asamblea".

 

San Juan en la segunda lectura de hoy (Primera carta del apóstol San Juan 3, 18-24) : nos dice que cuando estamos unidos a Cristo damos fruto de buenas obras.

Juan llama la atención sobre un principio que le obsesiona: así como no puede uno contentarse con un conocimiento puramente abstracto de Dios, de igual manera no puede uno amar a sus hermanos con solo palabras (v. 18).

El v. 18 es una aplicación parenética de los dos versículos anteriores. Nuestra caridad no debe consistir en discursos bonitos, ni en mítines demagógicos, sino que debemos amar: a) con obras: el amor indica solidaridad. "Si uno posee bienes de este mundo y, viendo que su hermano pasa necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios?; y b) de verdad, La verdad es el órgano interno de las obras; la fe es la raíz de la que dimana el amor, "lo que vale es una fe que se traduce en amor" (Gál. 5, 6). La unión entre obras y verdad expresa la armonía que debe existir entre fe y obras.

Este amor es la prueba evidente de que estamos de parte de la verdad y así podremos apaciguar ante Dios nuestra conciencia (vv. 19-22). Estar de parte de la verdad es afirmar que nuestro actuar se rige por un nuevo principio de acción: nuestra fe. Por eso, cuando el hombre comparece ante Dios (contexto judicial: cfr. Mt. 10, 32; 25, 32...) en el foro interno de su conciencia, esta práctica del amor hace rebrotar en nosotros la confianza y la paz interna aun cuando nuestra conciencia pueda echarnos en cara nuestras culpas. La razón última es que Dios está por encima de nuestra conciencia y detecta y ve lo escondido de nuestra corazón y que estamos de parte de la verdad.

Nuestra oración es escuchada por nuestra comunión con el Señor, porque observamos sus mandamientos que se reducen, en el v. 23, a la fe y el amor. El Espíritu es el que nos provoca al reconocimiento de Jesús como Mesías (v. 24: confesión de fe). Y este es el Espíritu de verdad del que nos habla en 4, 1-6.

Amar no de palabra o de boca, sino de verdad y con obras. ¿De qué obras está hablando? De guardar sus mandamientos y de amarnos unos a los otros, tal como nos lo mandó. Entonces experimentaremos que Él permanece en nosotros. Por tanto, permanecer en Cristo no es sólo estar muchas horas en la capilla contemplándole. Es, sobre todo, contemplar el rostro de Dios en el hermano que sufre. Como dice San Agustín, "que cada uno examine su obra y vea si brota del manantial del amor y si los ramos de las buenas obras germinan de la raíz del amor". Hay personas que sufren mucho en este mundo, padres que ven como sus hijos se tuercen, esposos traicionados, pobres que no tienen nada que comer, inmigrantes que no acaban de encontrar un trabajo digno, personas que sufren el aguijón de la enfermedad, pero sin embargo, mantienen siempre la confianza en Dios. ¿Cuál es su secreto? Si examinamos su vida descubriremos la causa de su paz interior: están unidos a Dios.

Ya lo decía San Juan la semana pasada: "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!

Y si somos hijos de dios, hay que vivir como tales."

La primera condición para vivir así es romper con el pecado ya que "todo el que peca ni le ha visto ni le ha conocido" (3,6b); la segunda condición es guardar los mandamientos, sobre todo el del amor.

El amor a los hermanos hecho vida, gestos concretos, nos permite reconocer la presencia permanente de Dios en nosotros. Dios deja de ser un ser abstracto y lejano para hacerse el Dios cercano.

No podemos separar a Dios y al hombre en nuestro amor y entrega. El mandamiento va en esa dirección: "Y este es su mandamiento que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó" (3,23).

Creer en Jesucristo es creer que el Padre ama, en él, a todos los hombres; pero también es estar dispuestos a imitar a Cristo en el amor, la renuncia y la obediencia al Padre.

Vivir los mandamientos es vivir en Dios y ser, por el amor, signos de su presencia en el mundo, gracias a la fuerza de su Espíritu en nosotros.

 

El evangelio de hoy tomado de San Juan  (Jn. 15, 1-8) forma parte del segundo discurso de Jesús, que siguió a la Última Cena.

El tema de la vid estaba muy presente en el Antiguo Testamento: había cepas que daban buenos frutos y las que daban agrazones; había cepas bien seleccionadas y plantadas; también se habla de la viña, definiendo con esa imagen al pueblo de Dios, a la Tierra Prometida; no faltaba la figura del viñador, entre ellos los que no cuidaban de la viña.

Jesús, en el Nuevo Testamento, también utilizaría varias veces estas imágenes e, igualmente, las aplicaba al pueblo de Dios y a los jefes del mismo.

En el texto de hoy, una excepción, él mismo se compara con la vid: "Yo soy la vid" y a los suyos con los sarmientos "... y vosotros los sarmientos".

Después de tanta vid con malos frutos, ha llegado la vid verdadera, la de los buenos frutos, la de la fidelidad, la del vino nuevo del cumplimiento de los planes del Padre.

Y en él, todos los suyos, como sarmientos que se alimentan de la misma vid. Para dar frutos hay que estar unidos a la vid, pues separados de ella no se sirve más que para el fuego.

Ser discípulo es estar injertado en Cristo, y recibir su vida.

Y lo que el Padre quiere es que todo el que esté unido al Hijo dé fruto abundante.

"Dar fruto" es una expresión frecuentemente minimizada por los escritores de la vida espiritual, que la entienden muchas veces en el sentido de hacer buenas obras y alcanzar así la salvación del alma. Pero en el evangelio de Juan, "dar fruto" significa llevar a la madurez la misión de Cristo, esto es, llegar a la cosecha del reinado de Dios para que se manifieste lo que ha sido sembrado en la muerte de Cristo: la salvación del mundo, que es la gloria y la alegría del Padre (el "labrador"). Los que reciben a Cristo y su palabra, los que permanecen en él y cumplen lo que él dice, los que mueren con él para que el mundo viva, dando mucho fruto. Y éste es el fruto que permanece (Jn 15,16). En este fruto, en esta cosecha, está empeñada la iglesia. Para llevar adelante su empeño debe continuar unida al Señor, dejando que sea el Señor el que inspire toda su organización y le infunda la vida.

El texto evangélico nos habla de la gran importancia de estar unidos a Cristo "Como el sarmiento no puede dar fruto por sí -nos dice Jesús-, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí". La comparación y la enseñanza que se desprende no pueden ser más claras. El que no vive unido al Señor es un hombre frustrado, incapaz de hacer nada que realmente sirva.

"A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto". La viña que no se poda, se asilvestra y termina por no dar buen fruto, sólo agrazones.

"Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado".

Hay dos limpiezas; una inicial y otra de crecimiento.

La primera se realiza cuando el cristiano se inserta en la vid separándose del orden injusto, i. e. cuando el hombre se adhiere a Jesús y renuncia al mundo, lo cual requiere la decisión de poner en práctica el mensaje de Jesús. Los discípulos ya han hecho esta elección, por eso ya están limpios.

La segunda limpieza es necesaria para el crecimiento de la vida cristiana, es esa poda, de la que acabo de hablar.

"Permaneced en mí y yo en vosotros, como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí".

Esta fórmula "permaneced en mí y yo en vosotros", muy típica de este evangelista, define la relación del discípulo con Jesús como una reciprocidad personal. Y esa relación personal con Jesús es la condición indispensable para dar fruto.

Una unión con Jesús que no es algo automático ni ritual: pide la decisión del hombre, y a la iniciativa del discípulo responde la fidelidad de Jesús "y yo permaneceré en vosotros". Esta unión mutua entre Jesús y los discípulos será la condición para la existencia de la comunidad, para su vida y para el fruto que debe producir.

El sarmiento no tiene vida propia, y por tanto, no puede dar fruto de por sí, necesita la savia, es decir, el Espíritu comunicado por Jesús.

El que vive unido a Cristo capta, por la plegaria, cuál es el plan de Dios y es movido a realizarlo; da fruto abundante.

La gloria del padre se ha manifestado plenamente en Jesús, que conocía su voluntad y la realizó, y ahora debe manifestarse en los discípulos de Cristo, que, unidos a El, son capaces de dar fruto.

Así comenta San Agustín este evangelio

 

Jn 15,1-8: No dijo: «Sin mí podéis hacer poco», sino: «Sin mí no podéis hacer nada».

Quien no está unido a Cristo no es cristiano

" Jesús dijo que él era la vid, sus discípulos los sarmientos y el Padre el agricultor. Sobre ello ya he hablado, según mis alcances. En la misma lectura, hablando todavía de sí mismo que es la vid, y de los sarmientos, es decir, de sus discípulos, dice: Permaneced en mí y yo en vosotros (Jn 15,4). Pero ellos no están en él del mismo modo que él en ellos. Una y otra presencia es provechosa para ellos, no para él. En efecto, los sarmientos están en la vid de tal modo que, sin darle ellos nada a ella, reciben de ella la savia que les da vida; a su vez la vid está en los sarmientos proporcionándoles el alimento vital, sin recibir nada de ellos. De la misma manera, tener a Cristo y permanecer en Cristo es de provecho para los discípulos, no para Cristo; porque, arrancando un sarmiento, puede brotar otro de la raíz viva, mientras que el sarmiento cortado no puede tener vida sin la raíz.

Luego añade: Como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo, si no permanece unido a la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí (Jn 15,4). Gran encarecimiento de la gracia, hermanos míos: con ella instruye a los humildes y tapa la boca a los soberbios. Que repliquen, si se atreven, los que ignorando la justicia de Dios y queriendo establecer la propia, no se someten a la de Dios (Rom 10,3). He aquí a qué deben responder los que buscan complacerse a sí mismos y consideran que no tienen necesidad de Dios para realizar las buenas obras. ¿No resisten a esta verdad ellos, hombres de corazón corrompido y réprobos en la fe? (2 Tim 3,8). Esto es lo que dicen: «El ser hombres lo tenemos de Dios, el ser justos de nosotros mismos» 1. ¿Qué decís, ¡oh ilusos!, más que asertores demoledores del libre albedrío, que por una vana presunción caéis desde la altura de vuestro orgullo hasta el abismo más profundo? Afirmáis que el hombre puede cumplir la justicia por sí mismo: he aquí la cima de vuestro orgullo.

Pero la verdad os contradice, cuando afirma: El sarmiento no puede dar fruto de sí mismo, si no permanece unido a la vid. Corred ahora por lugares abruptos y, no hallando donde fijar el pie, precipitaos en vuestras parlerias, llenas de viento: éstas son las vanidades de vuestra presunción. Pero prestad oídos a lo que sigue, y horrorizaos si aún queda en vosotros algún sentido común. El que cree que puede dar fruto por sí mismo, no está unido a la vid; quien no está unido a la vid no está unido a Cristo, y, quien no está unido a Cristo no es cristiano: éste es el abismo al que os habéis precipitado.

Considerad una y mil veces las siguientes palabras de la Verdad: Yo soy la vid, y vosotros los sarmientos. El que está en mí y yo en él, ése dará mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada (Jn 15,5). Y para evitar que alguno pudiera pensar que el sarmiento puede producir algún fruto, aunque escaso, después de haber dicho que quien permanece en él dará mucho fruto, no dice: «porque sin mi podéis hacer poco», sino: sin mí no podéis hacer nada. Se trate de poco o se trate de mucho, no se puede hacer sin el cual no se puede hacer nada. Y si el sarmiento da poco fruto, el agricultor lo poda para que lo dé más abundante; pero, si no permanece unido a la vid, no podrá producir fruto alguno. Y puesto que Cristo no podría ser la vid, si no fuese hombre, no podría comunicar esta virtud a los sarmientos si no fuese también Dios. Mas como nadie puede tener vida sin la gracia, y sólo la muerte cae bajo el poder del libre albedrío, continúa diciendo: El que no permanezca en mí será echado fuera, como el sarmiento, y se secará, lo cogerán y lo arrojarán al fuego y en él arderá (Jn 15,6). Los sarmientos son tanto más despreciables fuera de la vid cuanto más gloriosos unidos a ella. Como dice el Señor por boca del profeta Ezequiel, cortados de la vid son enteramente inútiles para el agricultor y no sirven al carpintero. El sarmiento ha de estar en uno de esos dos lugares: o en la vid o en el fuego; si no está en la vid estará en el fuego. Permanezca, pues, en la vid para librarse del fuego.

Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis cuanto queráis y se os concederá (Jn 15,7). Permaneciendo unidos a Cristo, ¿qué otra cosa pueden querer sino lo que es conforme a Cristo? Estando unidos al Salvador, ¿qué otra cosa pueden querer sino lo que no es extraño a la salvación? En cuanto estamos unidos a Cristo queremos unas cosas y en cuanto estamos aún en este mundo queremos otras. Por el hecho de vivir en este mundo, a veces nos viene la idea de pedir algo cuyo daño desconocemos. Nunca tengamos el deseo de que se nos conceda, si queremos permanecer en Cristo, el cual no nos concede sino aquello que nos conviene. Permaneciendo, pues, en él y reteniendo en nosotros sus palabras, pediremos cuanto queramos, y todo nos será concedido. Porque si no obtenemos lo que pedimos, es porque no pedimos lo que permanece en él ni lo que se encierra en sus palabras, que permanecen en nosotros, sino que pedimos lo que desea nuestra codicia y la flaqueza de la carne.

Estas cosas no se hallan en él, ni en ellas permanecen sus palabras, entre las cuales está la oración que nos enseñó a decir: Padre nuestro que estás en los cielos. No nos salgamos en nuestras peticiones de las palabras y del contenido de esta oración, y obtendremos cuanto pedimos. Porque sólo entonces permanecen en nosotros sus palabras, cuando cumplimos sus preceptos y vamos en pos de sus promesas. Pero cuando sus palabras están sólo en la memoria, sin reflejarse en nuestro modo de vivir, somos como el sarmiento separado de la vid. A esta diferencia hace alusión el salmo cuando dice: Guardan en la memoria sus preceptos para cumplirlos (Sal 102,18). Hay muchos que los conservan en la memoria para menospreciarlos o para escarnecerlos y atacarlos. En ésos no permanecen las palabras de Cristo; tienen contacto con ellas, pero no están adheridos a ellas, y, por lo tanto, no les reportarán beneficio, sino que les servirán de testigos adversos" (San Agustin, Comentarios al evangelio de San Juan 81)l

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1. Así los donatistas.

 

Para nuestra vida.

Estamos en la Pascua, período de gozo y de esperanza, época en la que la naturaleza se reviste del esplendor de sus verdes vivos y la policromía de mil flores. Tiempo por otra parte de honrar a María en este mes de mayo que está en su cenit. Vamos, con su ayuda, a llenar nuestra existencia de buenos deseos y de mejores obras, vamos a ser sarmientos muy unidos a la cepa que es Cristo, para dar frutos de vida eterna.

Por el buen fruto se reconoce el árbol bueno. Y por los frutos, por las buenas obras, reconocemos también a los creyentes. Una fe sin obras es una fe muerte, inexistente por inoperante, pura credulidad o presunción. Por eso, cuando la vida cristiana discurre al margen y aun de espaldas al evangelio, no es cristiana; pero, si la vida cristiana se entretiene al margen de la vida y sus cuestiones, no es vida. La síntesis se verifica en la encarnación de la fe en la vida, en las obras. Estas obras en que se encarna y realiza la fe cristiana no son las prácticas de piedad, ni la recepción de los sacramentos y la oración, recortando y reduciendo el horizonte del compromiso cristiano y encerrando la religión en sí misma. La eucaristía, los sacramentos en general, la oración y las devociones en particular, son confesión y expresión de la fe, pero no son aún su realización y verificación. Son signos de la actitud religiosa, pero no respuesta religiosa al desafío y compromiso de la vida y sus problemas. No son, por tanto, las buenas obras, el fruto que legítimamente espera el viñador. Lo que ha de hacer el cristiano no es sólo bautizarse, ir a misa, rezar y casarse por la Iglesia. Todo eso ha de hacerlo para expresar su fe y para celebrar la fe, pero no es lo que ha de hacer por tener fe. Por ser creyente se espera, además, que traduzca su fe en buenas obras. Es imprescindible que proclame su fe ante el mundo. Pero si la fe es algo más que pura palabrería o ensoñaciones utópicas, ha de acreditarse en la transformación del mundo y transfiguración de su existencia. ¿Qué sentido tiene estar bautizado, si no se vive comprometido? ¿Qué significa la comunión eucarística, si no hay ni siquiera voluntad de compartir los bienes que confesamos haber recibido de Dios? ¿Para qué casarse por la Iglesia, si no se está dispuesto a amarse mutuamente como Cristo ama a su Iglesia? Ser cristiano no es un título o un diploma de buena conducta, sino un compromiso en la vida y de por vida.

Tener fe no es un lujo, o un privilegio, sino una tarea. Y lo que legítimamente se espera del creyente no es que diga que lo es, sino que lo demuestre. No se esperan sólo palabras, gestos, símbolos, sino obras, obras buenas y que contribuyan a hacer mejor el mundo y la convivencia.

 

En la primera lectura vemos como San Pablo, después de su conversión, se dirige a Jerusalén buscando el contacto con la primitiva comunidad cristiana. No le sería fácil, pues todos se acordaban del antiguo perseguidor y lo miraban con recelo. Además, los judíos le consideraban un traidor. La primera lectura de los Hechos presenta las dificultades con que se encontró san Pablo cuando intentó incorporarse a la comunidad cristiana de Jerusalén.

 Admirable es hoy el ejemplo de San Pablo. Convertido por la gracia del Señor, se ve situado en un ambiente de desconfianza y persecución. Quien fue perseguidor de los cristianos, se ve perseguido por sus antiguos correligionarios, dentro de la desconfianza lógica de los cristianos a quienes perseguía no hacía mucho. Pero al San Pablo cristiano no le asustaban ni las persecuciones, ni la misma muerte, porque su único objetivo era identificarse con Cristo y, si Cristo estaba con él, todo lo demás lo consideraba sin importancia. Su único objetivo, como decimos, era identificarse con Cristo, hasta poder llegar a decir: “ya no soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mí”. Este ejemplo de San Pablo debe animar hoy a muchos cristianos a permanecer fieles a su fe, en medio de las muchas dificultades y peligros que están sufriendo. En la dificultad se prueba la verdadera fe.

Lo más difícil , la conversión ya se había realizado. Cierto que es difícil que los hombres cambien. Pero lo que para el hombre es imposible, para Dios no lo es. Por eso el hombre más perverso puede acabar siendo un santo.

La lectura nos presentan las dificultades que encontró San Pablo al querer incorporarse a la comunidad,  la razón principal de estas dificultades se hallaba en que los miembros "antiguos" de la comunidad dudaban de la sinceridad de la conversión del miembro "nuevo". Ya desde el principio, aquella primera comunidad cristiana sintió la tendencia a encerrarse en sí misma y a poner obstáculos a la incorporación de los que no tenían exactamente la misma mentalidad. Este peligro es constante en la Iglesia. Y en el fondo proviene de una falsa idea de lo que realmente es la comunidad cristiana. A menudo confundimos la Iglesia con una sociedad meramente humana, en la que sólo cuentan los factores unitivos de las afinidades humanas. Por eso excluimos espontáneamente de nuestras comunidades a todos aquellos que no piensan como nosotros, que no viven como nosotros, que no "son de los nuestros". Para pertenecer a la Iglesia no es preciso pertenecer a un pueblo, a una civilización, a una clase social, o a un partido político determinado. Como dicen las palabras finales de la lectura, la única realidad capaz de vivificar, multiplicar y construir la Iglesia, es el Espíritu Santo, que supera todas las diferencias y rivalidades humanas.

Cierto que es difícil que los hombres cambien. Pero lo que para el hombre es imposible, para Dios no lo es. Por eso el hombre más perverso puede acabar siendo un santo. Y viceversa... Para los que intentan rectificar sus vidas, uno de los obstáculos más difíciles de superar es precisamente la sospecha de los "buenos", la desconfianza, la duda sobre la rectitud de su conducta.

Demasiadas veces surgen dudas y desconfianzas entre nosotros. Debemos pedirle al Señor que nos dé  la humildad suficiente para no jugar mal a nadie. Para no desconfiar de los que, habiendo sido antes pecadores,  ahora quieren dejar de serlo. Que no pongamos zancadillas a los que quieren caminar hacia Dios, persuadidos de tu poder ilimitado para cambiar al hombre y de tu amor incansable por él.

Para vivir como cristianos en este inicio de siglo XXI. no debemos olvidar que la Fe supera las divisiones culturales, la Fe está por encima de la pertenencia a partido político diferente al que uno milita o simpatiza, se expresará de acuerdo con nuestras realidades actuales, pero sin dar a esta calificación soberana. La no aceptación de las divisiones étnicas, de las diferencias de procedencia o de lengua de expresión, marginando al que es diferente, sin llegar a condenarlo o expulsarlo, eso sí, han hecho mucho daño a la realidad eclesial y continúan haciéndolo.

 

 

Con el Salmo 21 decimos: «El Señor es mi alabanza en la gran asamblea. Cumpliré mis votos delante de sus fieles. Los desvalidos comerán hasta saciarse. Alabarán al Señor los que lo buscan; viva su Corazón por siempre. Lo recordarán y volverán al Señor, se postrarán las familias de los pueblos. Ante Él se inclinarán los que bajan al polvo. Me hará vivir para Él, mi descendencia le servirá, hablarán del Señor a la generación futura...»

En el salmo 21 hay tres partes  casi iguales (v. 2-11, v. 12-22, v. 23-32). Las dos primeras sirven para describir realista y  crudamente la propia situación desesperada. Se abren con un lamento («¿Por qué me has  abandonado?... te grito y no me respondes» v. 2, 3) y con una oración («no te quedes  lejos»: v. 12). La tercera parte se abre con un grito de triunfo. Ha llegado la liberación  esperada: «Contaré tu fama a mis hermanos» (v. 23). 

Al llegar aquí el salmista siente necesidad de contar en medio de la asamblea la  salvación que le ha sido regalada por el Señor.  El «público» que poco antes le despreciaba, ahora le escucha alabar al Señor. Son  «hermanos» invitados a celebrar esta «acción de gracias».  Y nos encontramos con la visión de un banquete en el que participan pobres y ricos. Se  han roto todos los confines y son convocados todos los pueblos de la tierra a este  banquete en el que «los desvalidos comerán hasta saciarse, alabarán al Señor los que lo  buscan» (v. 27). 

Esta última parte del salmo 22 contiene los elementos esenciales de nuestra liturgia,  especialmente de la eucaristía. Un banquete en el que participan todos sin distinciones y  donde existe una única mesa para todos los hermanos. 

Es memorial, es decir, conmemoración de los acontecimientos que tienen como  protagonista al Señor, que toma partido por la gente humillada, indefensa, pisoteada. Que  interviene para salvar y liberar. 

Es acción de gracias, que es mucho más que un simple agradecer. Es el tomar  conciencia de la gracia en acción aquí y ahora. Los acontecimientos que son  rememorados, contados, no hacen referencia sólo al pasado. También afectan al hombre  de hoy. Su conmemoración les hace actuales, no sólo en la memoria, sino sobre todo en su  acción real, en sus efectos. Es un recuerdo «eficaz». Por eso podemos decir que la liturgia  actualiza la historia de la salvación. Asi en la liturgia podemos actualizar lo expresado en el salmo.

 

En la segunda lectura de hoy San Juan insiste una vez más en el amor, pero en un amor que no se contenta con hermosas palabras; pues debemos amar como Cristo nos ha amado, ya que "en esto hemos conocido lo que es amor: en que él dio la vida por nosotros". Y éste es el amor que nos saca de dudas; por él conocemos si somos o no de la verdad; esto es, si hemos nacido de Dios y somos sus hijos. ¿Por qué andamos entonces siempre con complejos de ortodoxia y nos olvidamos tantas veces de la ortopraxis? Porque es aquí, en la ortopraxis o en la práctica correcta del amor, donde está el verdadero problema. Muchas veces, si nos examinamos a fondo, vemos que nuestra conducta no está a la altura de las exigencias del amor cristiano. Y el corazón nos acusa. Lo verdaderamente decisivo para la salvación es creer que Jesús es el Cristo y el Hijo de Dios (ésta es la fórmula más breve de la fe cristiana) y cumplir su mandamiento de amor, que resume todas las exigencias morales del evangelio. Ambas cosas están unidas inseparablemente, pues la fe es la aceptación de Jesucristo y el reconocimiento práctico de que él solo es el Hijo de Dios, el Señor. Por lo tanto, el que cree en el nombre de Jesucristo acepta y cumple lo que él mismo nos enseñó.

San Juan nos previene, "Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras…".  En esto conocemos que permanece Dios en nosotros: por el Espíritu que nos dio. Es seguro que si amamos de verdad a Cristo, de verdad y con obras, tenemos su Espíritu, daremos buenos frutos y cumpliremos sus mandamientos, amándonos unos a otros tal como él nos mandó. Dios nos habla a través de nuestra conciencia y, si tenemos fino el oído interior, sabremos en cada momento lo que Dios quiere de nosotros. El que ama de verdad, como Cristo nos amó, puede vivir seguro de que Dios le ama y de que el Espíritu de Cristo habita en él.

Todo esto es fácil decirlo, pero es muy difícil hacerlo; amar de verdad exige un continuo esfuerzo de purificación de nuestro egoísmo, de constante poda interior. Sólo los esforzados alcanzarán el reino de los cielos. Esforcémonos nosotros cada día, hagamos poda interior, para ser siempre sarmientos vivos de la cepa que es Cristo. En esto, como en muchas otras cosas, tanto san Pablo, como san Juan y los demás apóstoles, fueron maravillosos ejemplos de fidelidad a Cristo para nosotros.

 

¿Cómo podremos dar los frutos de la vida en Cristo?.

La respuesta nos la da el evangelio. “Quien no está unido a Cristo no es cristiano”, nos dice San Agustín. Lo mismo que el pasado domingo en el evangelio del Buen Pastor, nos sorprende ahora la afirmación absoluta de Jesús: "Yo soy la verdadera vid". No dice que fue o que será, pues él es ya la verdadera vid, la que da el fruto. Tales afirmaciones deben escucharse desde la experiencia pascual y con la fe en la resurrección del Señor.

Jesús vive y es para todos los creyentes el único autor de la vida y el principio de su organización. De él salta la savia, y él es el que mantiene unidos a los sarmientos en vistas a una misma función: "dar fruto". "Dar fruto" es una expresión frecuentemente minimizada por los escritores de la vida espiritual, que la entienden muchas veces en el sentido de hacer buenas obras y alcanzar así la salvación del alma. Pero en el evangelio de Juan, "dar fruto" significa llevar a la madurez la misión de Cristo, esto es, llegar a la cosecha del reinado de Dios para que se manifieste lo que ha sido sembrado en la muerte de Cristo: la salvación del mundo, que es la gloria y la alegría del Padre (el "labrador"). Jesús es la cepa, la raíz y el fundamento a partir del cual se extiende la verdadera "viña del Señor". Entre los sarmientos y la vid hay una comunión de vida con tal de que aquéllos permanezcan unidos a la vid. Si es así, también los sarmientos se alimentan y crecen con la misma savia. Jesús ha prometido estar con nosotros hasta el fin del mundo, y lo estará si le somos fieles. El no abandona a los que no le abandonan.

Clara es la enseñanza que emana del Evangelio de hoy. Jesús es la vid, nosotros los sarmientos y el Padre es el labrador. Quiere decirnos con estas palabras que no podemos subsistir como cristianos alejados de Él, que es nuestra vida. Tenemos experiencia de momentos en los que hemos intentado vivir sin contar con Dios, hemos creído que podíamos conseguirlo todo con nuestras fuerzas, pero algo nos ha devuelto a la realidad.

Sin El no somos nada... Es el orgullo y la vanidad lo que nos lleva a pensar que estamos por encima de todo y no hay nada que se nos resista. Somos necios e insensatos...Si cortamos el contacto con la fuente, nuestra vida de fe y nuestro entusiasmo se secan. Los sarmientos, es decir nosotros, necesitamos su presencia provechosa. Así los sarmientos están en la vid de tal modo que, sin darle ellos nada a ella, reciben de ella la savia que les da vida; a su vez la vid está en los sarmientos proporcionándoles el alimento vital, sin recibir nada de ellos. De la misma manera, tener a Cristo y permanecer en Cristo es de provecho para los discípulos, no para Cristo; porque, arrancando un sarmiento, puede brotar otro de la raíz viva, mientras que el sarmiento cortado no puede tener vida sin la raíz.

El sarmiento que no da fruto es aquel que pertenece a la comunidad, pero no responde al Espíritu de Jesús, el que come el pan, pero no se asimila a Jesús. Es el sarmiento que no responde a la vida que se le comunica.

El Padre, que cuida de su viña, lo corta; es un sarmiento bastardo, que no pertenece a esa vid.

"Y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto".

El Señor espera nuestra colaboración. Las personas humanas si no podamos nuestros brotes malos, nuestras malas inclinaciones, y si no resistimos con valentía las muchas tentaciones que nos da la vida, terminamos convertidos en personas espiritualmente secas, en simples esclavos de nuestras pasiones. Tenemos que podarnos corporalmente, en la comida y en la bebida, en el ejercicio y en el descanso, y tenemos que podarnos psicológica y espiritualmente, en pensamientos, palabras y obras. Somos sarmientos de la cepa que es Cristo y si no podamos todo lo que sea incompatible con Cristo, nos secamos espiritualmente y terminamos alejados de Dios. Para poder vivir en comunión con Cristo necesitamos purificar diariamente nuestro interior y comportarnos exteriormente de tal manera que nuestro comportamiento sea parecido al comportamiento de Cristo, salvando, naturalmente, las muchas distancias personales, de tiempo y espacio, que inevitablemente existirán siempre entre nosotros y Cristo. Podar, en este caso, significa lo mismo que purificar y sabemos que toda nuestra vida ha de ser un ejercicio continuado de purificación, porque venimos ya a este mundo con inclinaciones y tendencias originalmente malas y pecaminosas. En el evangelio se nos dice que intentemos ser perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto, y sin un ejercicio continuado de poda y purificación, nunca podremos acercarnos a este ideal, porque no podremos dar fruto abundante de buenas obras.

  Así comenta San Cirilo de Alejandría este texto: «El Señor, para convencernos que es necesario que nos adhiramos a Él por el amor, ponderó cuan grandes bienes se derivan de nuestra unión con Él, comparándose a Sí mismo con la vid y afirmando que los que están unidos a Él e injertados en su persona, vienen a ser como sus sarmientos y, que, al participar del Espíritu de Cristo, éste nos une con Él. La adhesión de quienes se vinculan a la vid consiste en una adhesión de voluntad y de deseo; en cambio, la unión de la vid con nosotros es una unión de amor y de inhabitación» (San Cirilo de Alejandría,       Comentario al Evangelio de San Juan 10,2).

Rafael Pla Calatayud.

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